martes, 17 de abril de 2007

Favor por favor

Un día Teodoro rasqueteó inquietamente los últimos restos de comida de su plato grasoso y decidió salir a dar un paseo. Ya tenía 70 años y tantas cicatrices como andanzas. Su vagabundez lo había arrastrado hacia los más recónditos caminos manteniendo apasionados amores con las hembras de las más raras especies y pelajes y absurdos enfrentamientos callejeros con vagos tan vagos como él. Sus colmillos ya no estaban afilados, pero continuaban inspirando respeto.
Su andar no encontró límites y nada lo detuvo, porque su corazón era intrépido y libre por eso jamás conoció un amo. La domesticación no era para Teodoro. Su vida entera parecía una muestra ferviente de la no rutina de un perro callejero. Cuentan los que saben que cuando era un cachorro quisieron adoptarlo en un hogar para bañarlo, alimentarlo y llevarlo a pasear diariamente, pero Teodoro no aguantó el encierro insoportable de ese espacio verde que sus captores llamaban patio. Entonces, una noche derribó con desesperación el portón que lo separaba de la vereda y corrió libre y pesado sin mirar hacia atrás. Su cuerpo torpe se recortaba en el horizonte y se perdió por las calles hasta convertirse en un punto oscilante y casi imperceptible.
Quienes seguían sus pasos relatan que su hazaña emblemática fue el rescate del hijo de cuatro años de un despistado turista, el cual cayó de una canoa de paseo. Teodoro, cabeza en alto, lo arrancó con suavidad de las turbulentas entrañas del río y arrastró su cuerpito delicado hasta una de las orillas del Paraná. Los curiosos que observaron tamaña proeza condecoraron a Teodoro con el título de “Can Ilustre de la Ciudad” y el mismísimo Gobernador, rodeado por su séquito de fieles seguidores, le colgó una medalla brillantísima del collar. Pero Teodoro perdió el dorado souvenir en alguna de sus intrépidas aventuras de supervivencia. Le gustaban los niños y a veces los seguía hasta la escuela. Sin que muchos lo notaran, se acurrucaba entre los bancos y dormitaba bajo las nubes de tiza que levantaba la maestra. En los recreos jugueteaba con ellos y movía su blanca cola larga como muestra de su animal felicidad. El día no terminaba sin un zambullón en la fuente de la plaza principal. Cuando Teodoro salía de allí, sacudía su cuerpazo húmedo y manchado de marrón salpicando a algunos transeúntes que lo miraban molestos.
Por suerte, aquel día en que Teodoro rasqueteó inquietamente los últimos restos de comida de su plato grasoso y decidió salir a dar un paseo, pude acompañarlo. Porque alguna vez fui ese niño que él cargó tan dulcemente entre sus dientes sin lastimarlo. Y ahora que él está tan arrugado y viejo como una pasa de uva, puedo cuidarlo y amarlo sin retener su libre e intrépido corazón.

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