martes, 17 de abril de 2007

La perra degollada


La recordé cuando leí en la tarjeta amarillenta y roída, un mensaje que decía: " Perseguila siempre, pero usá este mapa", escrito con la caligrafía temblorosa de Nahuel, mi regordete camarada de la juventud. Giré el papelucho y observé en el mapa desprolijo una viboresca línea de puntos que culminaba en una cruz roja. Ésta indicaba el puente del "lago de la perra". En ese instante regresó a mí, como en una película esfumada, la imagen de aquella pasarela de tornillos oxidados, que se alzaba por encima de un putrefacto lago artificial. El lugar me causó, durante toda la adolescencia, los más íntimos horrores.
Recordar su fragancia a humedad, que las telarañas del olvido habían ocultado en mi mente, me provocó un sudor helado. Guardé el mapa entre las páginas polvorientas de mi cuaderno de secundaria y continué trabajando, pero una nueva inquietud perturbaba mi ser.
Soy algo escéptico frente a las habladurías que ruedan por doquier, no creo en las vírgenes que derraman lagrimones mágicos y tampoco en las ánimas desdichadas que quizás flotan entre nosotros. Son puras chácharas...; pero confieso que la historia de la perra endiablada y el deseo de encontrarla me obsesionó en la juventud. Por eso, treinta años después, sentía que el descubrimiento de la tarjeta era una premonición.
Decidí volver al parque. Con pies ligeros crucé la ciudad, que latía frenética como un corazón enloquecido. Atravesé corriendo el bulevar, que era una arteria obstruida por la hilera metálica de vehículos. Allí estaba el parque Rivadavia, cuyas rejas negras apuntaban al cielo como flechas tiesas. Entré y, siguiendo el mapa, llegué al puente sin dificultad.
Cuentan que hace años en el centro de esa pasarela, ahora desvencijada, un hombre del barrio sacrificó a su perra cortándole la cabeza con una caña filosa y dejó el cuerpo allí, en medio de un charco de sangre. Al día siguiente quiso retirar el cadáver, pero sólo encontró la cabeza agusanada. El resto del cuerpo había desaparecido. Extrañado, el hombre recorrió el parque sin encontrar nada, enterró el despojo bajo un árbol y se marchó lleno de preocupación.
El misterioso incidente se difundió entre los vecinos, que no le dieron importancia hasta que una serie de extraños sucesos quebraron la tranquilidad del lugar. Algunos aseguraron, estupefactos, que la perra sin cabeza salía de su escondite cuando caía el sol. Otros afirmaron, con las pupilas dilatadas de espanto, que sintieron un tufillo nauseabundo a sangre putrefacta y que, cuando salieron de sus casas asfixiados por el olor inmundo, encontraron en sus jardines las plantas tronchadas y la tierra revuelta. El triste cuadro parecía la obra de una bestia impulsada por una furia sobrenatural, que removía el suelo buscando algún tesoro subterráneo.
Un veterinario afirmó que en cinco perritos blancos apareció, luego de que la bestia orinara en su local, una pequeña mancha rosada. Ésta se transformó, posteriormente, en un collar de piel infectada que rodeaba el cuello de las crías.
Desde entonces, los vecinos llamaron a la pasarela "el puente del lago de la perra". Inexplicablemente, todo el que circula por el sitio del sacrificio inclina de manera inconsciente la cabeza, como temiendo que una guillotina invisible se precipite sobre ella.
El enigmático suceso se transmitió de boca en boca y rebasó los límites de la ciudad, llegando a oídos de los habitantes de casi todos los confines del país.
Una tarde calurosa, un grupo de cinco personas enviado por la Asociación defensora de los derechos del animal, se acercó al lugar para repudiar el cruel sacrificio. Afirmaban que las apariciones de la perra eran producto de la conducta de aquellos que maltrataban a los animales. Pero, al caminar en fila sobre el puente, los indignados militantes también inclinaron la cabeza, como si una oculta presión les impidiera mantenerla erguida.
Las diabluras de la perra degollada eran cada vez más atroces. Se la acusó de profanar tumbas, de arruinar monumentos públicos y hasta de la muerte de una mujer, que criaba gatos de diversos pelajes.
Mi corazón latía con fuerza al rememorar esta leyenda de múltiples facetas, que había sellado a fuego mi vida. Me sorprendió la noche al pie del puente descascarado. Yo era un punto minúsculo en medio del parque inmenso, que parecía una manchón verde y sombrío, enclavado en los márgenes de la ciudad. Las estrellas, que cubrían el cielo, titilaban como cruces de plata.
--Hace tanto frío --susurré, tiritando...
Me dirigí hacia la salida del parque, dejando atrás el puente que se erguía deforme a mis espaldas. El silencio, casi infinito, sólo se quebraba por el crujido de las hojas secas bajo mis pies. En realidad, estaba avergonzado.
--Soy un incurable chiquilín --me repetía por lo bajo.
De repente un aullido horrible y prolongado, que parecía brotar de las entrañas del mismo infierno; un sonido que taladró mis oídos y que sólo podía ser emitido por alguien que no pertenecía a este mundo, desgarró el silencio de la noche. Corrí, aterrorizado, hacia la salida, atravesando la tupida vegetación en sombras. Buscaba la puerta, pero los senderos laberínticos de aquella vasta extensión parecían estirarse cada vez que me adelantaba. Algo se abría paso detrás de mí, pero no me atreví a girar el cuello. Escuchaba los trancos frenéticos y ágiles que retumbaban en mis oídos, cada vez más cerca. Los ojos se me llenaron de lágrimas y me perdí entre esa maraña vegetal que parecía querer asfixiarme.
Eso se acercaba, estaba tan próximo que ya sentía su olor pestilente y sus soplidos bestiales. Corrí y corrí, sintiendo que casi me arañaba los talones. Una figura negra se alzaba frente a mí. Inexplicablemente, estaba otra vez en la orilla del lago, al pie del puente maldito. Sin volver la vista me precipité a la pasarela de madera. La perra, o lo que fuera, lanzó un último aullido feroz que hizo temblar las tablas podridas. Estaba allí... tan cerca de mi. Cuando pisé el sitio de la inmolación, no miré hacia atrás; tan sólo cerré con fuerza los ojos y agaché la cabeza, hasta que el paraje quedó silencioso.

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