jueves, 28 de agosto de 2008

Llaves que sólo cierran


“Aprender a leer (…) no huellas de lo que fuimos.Caminos hacia lo que somos”
Octavio Paz.

Los curiosos miraban con desconcierto a esa estructura que alguien había ubicado a la entrada de la escuela primaria del pueblo y se preguntaban por lo que había debajo del telón negro que cubría la parte superior del pilar, que tendría unos cuatro metros de altura. Algo incómodos, los transeúntes interrumpían su caminata diaria hacia el almacén y se paraban con las manos en los bolsillos frente a la construcción, que parecía ser la base del busto de algún personaje ilustre. “¿Quién será?”, se preguntaban, pero la tela estaba demasiado alta como para pegarle un sacudón y develar el secreto que ya inquietaba a más de un vecino.

Era un pueblo de pocos habitantes, con una sola capilla, y más de un lugareño se sintió algo defraudado porque nadie le consultó respecto de la posibilidad de emplazar una estatua frente al lugar más simbólico de la pequeña comunidad de Villa La Amistad: la escuela primaria Nº 123 Augusto Lacrosse. En esa institución pública los niños daban sus primeros pasos fuera del seno familiar y sus padres controlaban con ahínco la evolución de los pequeños en cuanto al aprendizaje de modales sociales y la adopción de hábitos de buena conducta, que les eran exigidos de forma permanente a los profesores novatos que dictaban clases en el establecimiento.

A metros de allí, el escultor observaba la escena desde la ventana de su casa y se preguntaba por los pensamientos del desfile de curiosos que se paraba frente al mamotreto. Con cada día que pasaba crecía su orgullo, y la inquietud de los pueblerinos era directamente proporcional al aumento de su ego de artista al borde de la consagración.

Debajo de la tela que le había donado el municipio local se encontraba su obra adorada, como le gustaba llamarla. La consideraba una “creación gloriosa” y le había dedicado años de trabajo de hormiga. En todo ese tiempo había recolectado cientos de llaves de bronce que la gente descartaba en los basurales, o perdía en un descuido sin notar que el artista se encontraba siempre al acecho.

Movilizado por la obsesión de conseguir el bronce, el artista estudiaba los movimientos de los enamorados, que casi siempre abandonaban sus llaves en el único club del lugar. También visitaba a quienes se mudaban para preguntarles si conservaban las viejas llaves, que ya no les servirían para nada. Se hizo amigo del dueño de la única inmobiliaria de la zona y, además, había pedido donaciones, pero sin revelar el destino que les daría.
Tantas llaves juntas servirían para abrir la cerradura correcta, esa que le permitiría escapar de Villa La Amistad para dar a conocer su talento “al mundo entero”, como le gustaba decir. Ese fue el motor que lo llevó a emprender tamaña y secreta empresa.

Había reservado una habitación especial para acopiar el precioso tesoro en su casa, y allí se pasaba muchas tardes contemplando las llaves, que pendían de hilos transparentes desde el techo, y le cantaban una suave melodía cuando la brisa las alcanzaba. Otras estaban embaladas en cajas, y había algunas tan antiguas que le habrían dejado mucho dinero en una casa de empeños. Jamás permitió que nadie entrara al lugar de sus amores, en donde había pergeñado construir el monumento.
Cuando juntó exactamente 1.245, 4 kilogramos de bronce se decidió a iniciar la obra de su vida.

Le llevó más de dos años de solitario esfuerzo tallar aquel rostro que volvía a ver todas las noches cuando cerraba los ojos y se disponía a dormir, con los brazos cansados de tanto golpear el metal y los ojos irritados por el polvillo. Pidió ayuda a un mecánico del pueblo que se encargó de fundir el material. Construyó el molde con esmero, y combinó como pudo sus horas de trabajo como guía en el museo local, con las noches de esfuerzo desmedido para terminar el busto.
Cuando las autoridades de la pequeña localidad aprobaron maravilladas la obra del artista, le prometieron una inauguración del trabajo con pompas y honores. Allí estaría presente el mismísimo gobernador de la provincia, don Sergio Barrigurri, junto a su flamante gabinete de ministros. Con una sonrisa ambiciosa, el artista recibió la noticia de que el primer mandatario provincial estaría acompañado por su señora esposa, la bellísima señora Cristina de Barrigurri, una mujer que al pasar dejaba flotando en el ambiente una estela de respeto entre los presentes por su carácter fuerte y su perfume aún más intenso.

Para la ocasión la banda de la Policía de la Provincia interpretaría sus mejores estrofas y la fiesta de inauguración congregaría a todo el pueblo alrededor de la obra, que estaría cubierta por 15 días con una tela negra para generar mayores expectativas entre los parroquianos.

Antes de la pomposa ceremonia, y frente a la mirada cada vez más acuciante de los pueblerinos, comenzaron las obras de refacción de la plaza que estaba emplazada enfrente del monumento secreto. Una cuadrilla de empleados comunales munida de brochas y baldes de pintura coloreó los cordones de las calles aledañas al monumento y se repararon las veredas que rodeaban a la escuela. Además, se colocaron farolas en toda la zona, que hacía 25 años sólo contaba con dos focos amarillentos que en las noches de calor se llenaban de insectos.

En los canteros, se plantaron jazmines y malvones y se colocaron bancos alrededor del monumento, que seguía cubierto por el telón negro. El pueblo asistió maravillado a la puesta en funcionamiento, después de 25 años, de la fuente de la plaza. El único que lo lamentó fue un linyera que maldijo el emprendimiento en un idioma ininteligible. Es que hacía mucho tiempo había decidido no regresar a su país después de pasar unas vacaciones en Villa La Amistad y había adoptado la fuente como guarida cuando se le cansaba la espalda de dormir en los bancos del parque. “Este país es una porquería”, fue la única maldición audible que salió de su boca maloliente.

Embelesado por la magnitud de los preparativos, el artista ya se imaginaba el momento en que lo declararían ciudadano ilustre del lugar. “Las generaciones venideras me recordarán cuando lean mi nombre en esta creación”, murmuraba con el pecho inflamado de orgullo.

Llegó el día 14 y la curiosidad popular había crecido tanto como el amor propio del artista, pero hacia las 19, cuando todo estaba listo para el festejo del día siguiente, se desató un temporal pocas veces visto en la zona. La lluvia fue tan fuerte que despintó las calzadas frescas y el granizo posterior destruyó las flores recién puestas en los canteros. Los jazmines y malvones se hicieron trizas en medio del barrial que se formó en la tierra recién movida.

En medio de la tormenta, y nadie sabe cómo, un peón que había bebido unas copas de más en el boliche se trepó al monumento y quitó la tela que lo cubría. En ese momento, un rayo que parecía sobrenatural iluminó el cielo cuando la tela cayó al piso y se descubrió el busto del Libertador, Don José de San Martín. Cuentan los abuelos de la zona que el hombre cayó de espaldas al suelo y se quedó contemplando el busto del héroe que cruzó la cordillera de los Andes para “liberar a la patria”, como enseñaban en la escuela, mientras el rayo iluminaba el entrecejo fruncido del prócer. Un trueno de sonido indescriptible interrumpió la zozobra del borracho, y de paso, ahuyentó a su caballo. El hombre se sintió invadido por un miedo profundo y tomó conciencia del grave error que había cometido. Como pudo, se fue corriendo del lugar sacudiendo los brazos y tratando de que sus piernas viejas lo llevaran lejos de allí.

Pasaron dos días de intensa tormenta y cuando concluyó el temporal, muchas personas se congregaron alrededor del busto. Aquel día de sol se reveló el misterio que los había tenido en vilo durante dos semanas, aunque varios dudaban de la identidad del prócer: “¿Es San Martín o Belgrano?, ¿es Moreno o Artigas?”, se preguntaban mientras contemplaban el monumento humedecido. Por su parte, el intendente de Villa La Amistad decidió posponer las celebraciones debido a los destrozos que generaron las condiciones climáticas y al borracho, que arruinó la sorpresa. Su mujer lo convenció de tomar la decisión: “El prócer tiene el rostro algo afeminado”, cuentan que le dijo al oído con su lengua afilada.

La obra nunca se inauguró de forma oficial e incluso muchos habitantes de la zona todavía desconocen de quién se trata, porque ni siquiera una placa identificatoria le colocaron.

Del artista se olvidaron todos, y aquella noche fatídica cuando llamó a su madre la mujer quiso consolarlo, pero lo aleccionó: “M’hijo, tiene que saber que en este pueblo naides es más que naides”, cuentan que le dijo. El escultor colgó el teléfono con furia, se encogió de hombros, culpó a los pueblerinos por su fracaso y se marchó de la Villa La Amistad, sin que nadie notara su ausencia.

De su afición por juntar llaves sólo quedó el recuerdo y únicamente conservó las de un cofre donde guardaba un escrito de su autoría, en el que había narrado la historia de un escultor que luego de consagrar su vida a la creación de una fabulosa obra de arte, vivía plácidamente de los réditos de su trabajo. No obstante, una noche de invierno, alguien entró al cuartucho que habitaba y se robó su escrito sin que lo notara. Meses después, las “Memorias del Artista Sublime” fueron publicadas en todo el país, y una joven escritora, de apellido Tomasola, se llevó todos los honores del caso.

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