domingo, 11 de octubre de 2009

Serendipity


Dicen que la serendipia es un accidente. Una circunstancia inesperada, un descubrimiento fortuito, como un rayo que aparece en medio de un cielo radiante, una situación que rompe con el tablero de lo habitual para generar un escenario nuevo, que modifica el curso de la historia. No sé si lo que ocurrió con aquel gato sirve para ejemplificar el concepto, pero lo cierto es que a veces una acción mínima y aparentemente intrascendente puede torcer el rumbo habitual de una forma tan insólita que causa sorpresa. Cuando me lo contó mi amigo no pude dejar de preguntarme qué hubiera sucedido con el animal si no se hubiera efectuado aquel llamado telefónico que provocó la presencia de personal del instituto antirrábico municipal, luego de que más de medio centenar de transeúntes se pararan frente al felino que yacía despatarrado al sol, con los ojos cerrados y sin signos vitales aparentes. La cola casi anaranjada desplegada sobre las baldosas grises dificultaba el paso y una pequeña muchedumbre se había congregado alrededor del gato, mientras se preguntaban qué había ocurrido y por qué “ninguna autoridad” se hacía cargo del asunto.
Una comerciante que había observado la escena durante toda la mañana se comunicó telefónicamente con el antirrábico municipal, y 45 minutos después de la señal de alarma, tres médicos veterinarios se hicieron presentes en el lugar del hecho, portando sus maletines y menesteres, mientras un camión jaula los esperaba para retirar el aparente cadáver. Ya nadie quedaba en aquella zona donde los empleados públicos terminaban su horario de trabajo religiosamente a las 13, cuando las campanas del reloj de la Casa de Gobierno lanzaban su último din don marcando la señal del regreso a casa.
Los profesionales de la salud se acercaron con ojos clínicos al bicho, y cuando hicieron las primeras revisaciones constataron que el corazón del animal seguía latiendo y que su respiración era normal. “Se trata de un desmayo”, aventuró una de las veterinarias mientras otro de sus pares tomaba entre sus manos un implemento para realizar una reanimación cardíaca del gatito, que no daba ninguna señal de querer abandonar su estado catatónico.
La empleada de comercio seguía todos los movimientos amparada en el anonimato que le daba el reflejo exterior de la vidriera, y pensó que después del salvataje se acercaría al personal municipal para agradecerles su predisposición para retirar al bicharraco que se había constituído en el atractivo principal de una de las últimas mañanas del mes, en la que las ventas eran tan escasas como los escasos salarios de los consumidores.
El veterinario encendió el aparato de reanimación y tomó al gatito con fuerza del pecho. La vibración inesperada hizo que el animal abriera los ojos verdes de forma desorbitada y las pupilas se le dilataron tanto como pudieron, mientras los pelos del lomo se le erizaban cual puercoespín. En una milésima de segundo, el gato se puso de pie, tensó todos los músculos y salió corriendo por la vereda hacia la calle, en una carrera frenética para escapar de quien con tan poca delicadeza lo había arrancado del sopor.
El colectivo ni siquiera sintió el aullido del animalito cuando sus ruedas lo atraparon de lleno, aunque el chofer maldijo por milésima vez el mal estado de las calles y la cantidad de baches y badenes que aún permanecían sin arreglo “desde la nueva gestión del intendente peronista; y qué intendentes eran los de antes y que los parió”.
El personal municipal quedó estupefacto y el portador del aparato de reanimación estuvo varios minutos con el mequetrefe encendido sin saber muy bien qué decir ante el triste suceso, pero la veterinaria no pudo contener la carcajada. Tiempo después buscaron una bolsa de consorcio, retiraron el amasijo de pelos y sangre de la calle, labraron el acta del caso y se marcharon silenciosos.
Mientras tanto, la empleada bajó sigilosa las cortinas del negocio y se retiró pensativa: “tuvo mala suerte quizás, esa era la última vida que le quedaba”, se susurró por lo bajo como para alivianar un poquito la culpa que sentía y darle un toque de humor negro a la situación. Sin embargo, se prometió que desde ese día en adelante se ocuparía sólo de sus asuntos. Había que interpretar las señales de la naturaleza y el rumbo que podían darle a las cosas las acciones humanas, por más pequeñitas, insignificantes y rutinarias que parezcan.