sábado, 19 de diciembre de 2009

Llorar con E.T.


La cuestión es que era sábado y el día se prestaba para quedarse en la cama, escuchando caer la lluvia y sintonizando alguna buena película en la TV.
No encontraba nada hasta que E.T. apareció en la pantalla, y decidí saldar una deuda pendiente con mi infancia y mirar el film.
Ahí estaba el tiernísimo extraterrestre que se cayó a la Tierra, con sus ojos dulces y su cuerpecito de hule conectado a la vida a través de una planta con flores naranjas y amarillas y aferrado a unos niños que cuidaban de él, de manera incondicional.
Fue maravilloso pedalear en bicicletas voladoras y dejarme atrapar por los efectos especiales de los ochenta, que reflejaban la vida del hombrecillo de otro planeta, que repetía con un dudoso doblaje: “Mi casa. Teléfono”, mientras estiraba un dedo largo y deforme que en la punta tenía una lucecilla incandescente.
No obstante, una señal de alarma llegó a mi cuerpo cuando se me piantó el lagrimón en el momento en que la película llegaba al final. Traté de ocultar el rostro para que mi novio, que estaba cebando unos mates, no notara la terrible angustia que me provocaba el hecho de que E.T. no pudiera regresar a su planeta. Al mismo, tiempo sentía una creciente vergüenza porque “una grandulota como yo, no puede estar llorando con una película para nenes”.
Sin embargo, fue imposible enjugar las lágrimas, y me dejé invadir por el incierto destino del alienígena, mientras en mi cabeza, una especie de loro verde interior repetía: “Querida, tenés 30 años, cómo vas a llorar por tremenda pavada”.
En tanto, mi novio se corrió un poco y me miraba de reojo sin comprender, pero ya era tarde: una fiebre lacrimógena inexplicable se apoderó de mi ser, y hasta lloré con ruidos y algún que otro hipo. Pasaron unos minutos, y él me abrazó un poco con cara de circunstancia, mientras los titulares de la película se llevaban el Fin.
Creo que mi compañero de ruta esperaba que le hiciera alguna terrible confesión, y pensé que sería mejor dejarlo así en lugar de explicarle que yo sólo lloraba por E.T. Nada más. Después, me calmé, respiré hondo e intenté justificar mi estado, pero no encontraba palabras verosímiles y me enredé en una madeja difícil de deshacer.
Desde entonces, opté por tener mayores recaudos en mis elecciones cinematográficas y noto que mi novio también lo hace. Es que me cuida.
Creo que por eso este martes cuando estaban pasando “Ico, el caballito valiente”, se detuvo y esbozó una sonrisa, pero siguió haciendo zapping, con aires de desentendido, aunque noté su gesto de picardía.
No obstante, todavía recuerdo ese día, como si fuera hoy, y le hago honor viendo alguna peliculita de esas en secreto. Son esas jornadas en las que me importa un comino lo demás, y mi corazón se vuelve niño. Y vuela con bicicletas y se inunda de ternura con finales felices en donde las naves supersónicas se van de la Tierra, pero dejan flotando un arco iris que se disuelve despacito, como humo multicolor en el fondo azul del cielo.

miércoles, 16 de diciembre de 2009

El virgen

José tenía 30 años y era virgen. Las cuestiones del sexo constituían un territorio desconocido para sus prolijos pies, aunque sus hormonas clamaban suplicantes por algún cuerpo hospitalario que albergara tanta lujuria contenida. José miraba mujeres, pero no las tocaba. Sentía temor al rechazo de tantas féminas alborotadas y no tanto que parecían olfatear en el aire su condición de inmaculado, que ninguno de sus amigos había confirmado con certeza, aunque era el comentario obligado cada vez que José faltaba al asado de los jueves.
Hasta que José conoció a Isaura y sintió que la planicie de sus días de abstinencia sexual llegaban al final. Isaura ocupaba sus pensamientos y sentimientos: salían juntos al cine, a las discotecas, paseaban en canoa, en tren y en sulky.
Aunque José pudo conocer sus insinuantes curvas por arriba del vestido, Isaura era una mujer arisca y poderosa, que no permitía que José saciara sus ansias en ella. Quería llegar virgen al matrimonio. La decisión era irrevocable.
Diez largos e interminables años tuvo que esperar José para el debut. Su mamá lo llamaba dos veces por semana para ver si lograba convencer a Isaura, pero “no pasó nada”, le contaba José.
Sin embargo, todavía se comenta que luego de la noche de bodas, los vecinos de habitación debieron llamar una ambulancia para José, que se había descompensado con el esfuerzo. Cinco inyecciones le aplicaron para devolverle la hidratación, pero a José no le importaba nada. Se dice que es el único hombre que asegura que después del casamiento volvió a nacer.

Extraña compañía

Ana la veía a veces cuando cerraba los ojos. Ella era grasosa y maloliente y se acercaba despacio, sin demasiados sonidos que la delataran, como una sombra que a veces tomaba forma, y se perdía y aparecía, fugaz y cerca. Aparecía en los peores momentos de Ana, en esos días en que la angustia de lo que hubiera deseado para su existencia se apoderaba de su ser y la llevaba por caminos oscuros, que la tentaban a ser recorridos. Ana se paralizaba con la imagen esa, que en algunos momentos se agrandaba y en otros veía pequeñita en algún punto de la casa, o que imaginaba gateando por el pasillo que unía el dormitorio con su lugar de trabajo. Ana le temía, pero la llamaba cuando el miedo le ganaba la batalla, y la dejaba paralizada en algún rincón del dormitorio, toda hecha un bollito, y con ella mirándola fijo, con sus manos sucias y su respiración hedionda envolviendo a Ana, que se quedaba quietita, hecha un ovillo, como si deseara hundirse en sí misma y no volver nunca.