miércoles, 16 de diciembre de 2009

Extraña compañía

Ana la veía a veces cuando cerraba los ojos. Ella era grasosa y maloliente y se acercaba despacio, sin demasiados sonidos que la delataran, como una sombra que a veces tomaba forma, y se perdía y aparecía, fugaz y cerca. Aparecía en los peores momentos de Ana, en esos días en que la angustia de lo que hubiera deseado para su existencia se apoderaba de su ser y la llevaba por caminos oscuros, que la tentaban a ser recorridos. Ana se paralizaba con la imagen esa, que en algunos momentos se agrandaba y en otros veía pequeñita en algún punto de la casa, o que imaginaba gateando por el pasillo que unía el dormitorio con su lugar de trabajo. Ana le temía, pero la llamaba cuando el miedo le ganaba la batalla, y la dejaba paralizada en algún rincón del dormitorio, toda hecha un bollito, y con ella mirándola fijo, con sus manos sucias y su respiración hedionda envolviendo a Ana, que se quedaba quietita, hecha un ovillo, como si deseara hundirse en sí misma y no volver nunca.

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