viernes, 19 de noviembre de 2010

Reporte

Fue un sueño extraño para Amanda: un corredor, una escritora, dibujos de niños colgando en el pasillo y una voz que preguntaba desde atrás: “¿qué puede aportar una escritora a la vida de esta niña que parecía salida del cuento de Alicia en el País de las Maravillas?” Fue un sueño extraño porque en ese instante Amanda vio los ojos grises de la niña, que estaba vestida así sencilla pollerita a cuadrillé y camisa blanca con cuello con puntillas, recién salía de la escuela y llevaba dos trenzas que le caían encima de los hombros al descuido, dos trenzas rubias. Fue un sueño extraño porque el hombre miró a la niña con ojos de lobo hambriento y dijo: “esa es la que quiero”. Fue un sueño extraño porque al día siguiente Amanda vio la foto de la niña de las trenzas en el periódico, con un epígrafe que rezaba: “Alicia, 15 años desaparecida hace tres en San Vicentín”.

martes, 5 de octubre de 2010

¿Te gusta este tajo?


No es bueno que en una herida entren bacterias y no pensé que resistiría tanto tiempo lastimada. Tampoco imaginé que podría sobrellevar el proceso de cicatrización con esta paciencia.
Mientras manteníamos nuestra última charla recordé la escena terrible de una película en la que una mujer fue abierta a la mitad, con un solo golpe de guadaña. Mientras tanto su asesina se regocijaba al verla morir desangrada. Fue ese el efecto quirúrgico de tus palabras.
Ahora ando rondando, con el corazón abierto latiendo a cielo abierto entre los huesos.
Las moscas siguen mi paso de animal rastrero. Cada vez que la herida se abre roja te detesto. Me dejaste un tajo mortal.

viernes, 17 de septiembre de 2010

El “imposible”

“Las materias pendientes son una mancha en la postal de la vida y es crucial concretarlas”, dijo la madre de María mientras ella se sometía a la sesión de terapia telefónica obligada que se ocasionaba cuando su progenitora sufría una de sus incontables crisis existenciales. En esas situaciones, María no tenía otra opción que la de convertirse en una oreja gigante sin la voz suficiente como para expresar: “no quiero oírte más”.

Sin embargo, la frase no quedó colgada de su oído y penetró profundo hasta volverse un auténtico picaseso que la seguía cual mantra de yoga por donde quiera que fuera en su diaria rutina. La oración se repetía en María, que había perdido la capacidad para frenarla y optó por dejarse llevar.

Desde entonces, se sintió movida por una energía nueva y parecía que se había calzado unos zapatos mágicos que la impulsaban a concretar proyectos o aprender nuevas artes, probar diferentes peinados, vestuarios y posturas. Una tarde se sorprendió sonriéndole a la imagen que le devolvía el espejo y continuó por un largo tiempo despabilando a sus ideas adormecidas.

Cual ingeniera, María se propuso diseñar una manera de romper de una vez por todas con aquel destino que otros le habían prefijado, como si ella fuera protagonista de una de esas obras de la tragedia griega en la que lo que ocurrirá ya se sabe desde que nace el protagonista, porque es un designio de los dioses.

¿De dónde venía ese impulso que antes estaba dormido? ¿En dónde florecieron esas dos palabritas a las que en principio María no prestó atención?

Como fiera, la muchacha concretaba sus materias pendientes y daba nuevos pasos impulsada por una especie de autoayuda interior, que alimentó con libros de todos los gurúes que se cruzaron por su intrépido camino.

No obstante, cuando una noche de luna se presentó en su vida el hombre que le ponía las mejillas enrojecidas con sólo mirarla, el hombre que en su juventud le había hecho conocer cómo se duele el deseo en la piel, María supo que aquella materia pendiente estaba a punto de hacerse posible, pero dio un paso al costado sin hacer nada.

De regreso a su casa intuyó que la loba en que se había convertido con tanto esfuerzo había retornado a su grisácea vida de cordero por rechazar al hermoso semental que prometía hacerla arder de pasión. Más tarde, comprendió que existen algunas materias pendientes que es mejor conservar en ese estado para que sus destellos pongan al galope al corazón de una manera indescriptible y viva.

Con esa dulce certeza María recordó al “hombre imposible” que una noche se había entregado a ella después de tanta espera. Con sus dedos largos, acarició la piel del "imposible" en la profundidad de su habitación y con el correr de los años aquel recuerdo se convirtió en su más ardiente compañía, aún cuando las canas ya le habían platinado la melena y su piel se había arrugado tanto como la de una pasita de uva. Pero su sangre hacía borbotones debajo del batón floreado, y no era otro que "el imposible" el culpable de todo aquel alboroto que le inundaba los ojos de picardía y le hacía perder los puntos del tejido, olvidarse las hornallas abiertas y las luces prendidas hasta el amanecer. Los médicos le diagnosticaron Alzheimer, pero María no hizo caso de los consejos de sus familiares aunque aceptó los cuidados que le propinaba su cariñoso marido.

Es que nadie entendería nunca que aquel hombre imposible que regresaba cada vez más seguido a su memoria era el único responsable de sus innumerables traspiés.

domingo, 11 de julio de 2010

Vestido de novia

La noche anterior a su boda Violeta sentía un cansancio profundo, producto de los nervios y del inefable trajín que le había provocado todo aquel ajetreo de los preparativos, el envío de las invitaciones, la preparación de los menús, la selección de la lista de invitados, la confección de su atuendo, los zapatos, el pelo, el maquillaje, los pensamientos alocados, la ansiedad por lo que dirían las visitas, y cientos de vicisitudes que parecían dar vueltas por su “cabecita de novia”, como le gustaba decirle a su madre que estaba orgullosa de que la hija mayor contrajera nupcias con aquel muchacho tan guapo y honrado que la había frecuentado desde la escuela secundaria.
Violeta apoyó la cabeza en la almohada, pero la invadía una profunda duda respecto del amor de Manuel, que por esos días había comenzado a tratarla de un modo autoritario y distante. Aunque Violeta no prestó demasiada atención al asunto, y lo adjudicó a los nervios que seguramente estaría atravesando su contrayente, algo le decía que debía tener cautela pero prefirió obviar esta advertencia e intentar descansar un poco hasta que pasara la turbulencia. Esa noche, Violeta soñó un sueño que hoy sigue recordando, aunque ya hayan pasado más de 30 años. Sus jóvenes y blancos pies llegaban hasta el pórtico de una antigua casona y Violeta atravesaba corriendo el jardincito: no tenía demasiado tiempo, su boda era al día siguiente. Con ansiedad, Violeta golpeaba la puerta de madera, pero sin poder contener la curiosidad observaba por la mirilla desde donde podía divisar la magnífica galería que se erigía al interior de la vivienda, con helechos verdísimos que colgaban desde suntuosos maceteros, pájaros de todos colores volando de aquí para allá y una pequeña mesita donde supuso que los dueños del bellísimo hogar se sentaban por las tardes a tomar el té. Mientras Violeta observaba, embelesada, un hombre con barba gris y de aspecto sabio le abrió el portal de par en par. Violeta ingresó maravillada a esa reproducción del Edén que se desplegaba ante sus ojos sin prestar atención a la mujercilla que se había parado a su espalda. La costurera le tocó el hombro con el dedal como si intentara despertar a Violeta, que aún permanecía bajo los efluvios de aquel bello paraíso en donde un ruiseñor dorado se puso a cantar.
-Este es su vestido de novia, señorita: ya está terminado –le susurró la modista y le extendió un paquete marrón.
Violeta lo tomó entre sus manos diminutas, y sin esperar a retirarse del lugar rompió el envoltorio y desplegó el atuendo con la velocidad de un rayo. Sin embargo, un grito de espanto la arrancó de cuajo de su aturdimiento: lo que tenía en sus manos era un hábito de monja, negro de arriba abajo, con un cuello blanco de novicia y una túnica negra destinada a cubrirla de la cabeza a los pies.
Cubierta de sudor, Violeta se despertó de aquella horrenda pesadilla y siguió como si nada el camino que se había trazado, el viejo y la modista habían desaparecido y resolvió restar trascendencia al asunto. Ese día la muchacha dio el sí, con el corazón ilusionado y asustado, aunque la sonrisa de Manuel en el altar le devolvió un poco de aquellos antiguos momentos de tranquilidad y dicha a su lado.
Ahora, 30 años después, Violeta recuerda el sueño y comprende su significado profundo. Lo entiende mientras siente que se hunde cada día en una vida monástica en donde debe acogerse a una serie de reglas escritas por Manuel que en reiteradas ocasiones castiga sus conductas insurrectas con golpes de puño. Ahora Violeta viste un batón con flores, pero imagina que es aquel hábito horroroso de su sueño de joven soltera. Ella no es monja, pero si no escapa a tiempo deberá resignarse a su rutina de celibato, obediencia y aislamiento total de la vida social al que la rezagó Manuel, con previo aviso. Violeta sigue planeando su huida de esa vida sin risas de niños a la que la rezagó su marido. Esta noche, va a acostarse y sin dudas soñará con la salida de ese oscuro laberinto al que ingresó por no escuchar sus voces más profundas.

viernes, 9 de julio de 2010

El “detestable”


Erase un hombre detestable. Cuando todos querían subir, el detestable se empecinaba en bajar. Si un hombre amaba a una mujer, el detestable se encargaba de destilar todo su veneno contra el joven, y tenía un poder de convicción tan fuerte que lograba convencerlo de los defectos del objeto de sus deseos, de lo difícil de compartir una vida con alguien y de los riesgos de comprometerse emocionalmente con otro ser que no fuera él mismo. El detestable aumentaba su poder en la medida en que sus coetáneos estaban de acuerdo con él. El detestable no sabía si amaba a gente de su mismo sexo, del sexo opuesto o si sólo se quería a sí mismo. Era tal su ambigüedad que su persona parecía estar rodeada por un aura de extrañeza y oscuridad que sólo era percibida por almas con una intuición afinada.
El detestable se negaba a ser padre cuando su mujer más necesitaba de una palabra de compañía, para ayudarla atravesar ese difícil trance en donde el cuerpo y el alma piden engendrar una nueva vida, allí donde solo se siente vacío. Pero el detestable destilaba su ponzoña de animal rastrero y le infundía tantos temores, que la mujer terminaba por hacer el duelo de aquel hijo que aún antes de nacer, ya estaba muerto: asesinado por las palabras del detestable.
No obstante, el detestable sentía que sus poderes retrocedían amenazados ante los eflujos de algunas damicelas que ponían fin a sus arrebatos de eterna insatisfacción por los deseos de quienes se esmeraban en ser felices. El detestable era aquel capaz de arruinar los paseos más dulces al sol.
Era ese jefe sin vida propia que se retroalimentaba con los pequeños actos de independencia que intentaban ejercer sus empleados, y que él se empeñaba en mancillar, pisotear y escupir hasta que los trabajadores insurrectos daban un paso atrás o al costado de sus proyectos.
El detestable proyectaba su miedo por vivir en los actos de valentía de los demás. Para el destestable el sacrificio por un trabajo se llamaba esclavitud, y a veces se empeñaba en bastardear tanto los esfuerzos ajenos que olvidaba hacerse y armarse de un proyecto propio para dejar en paz al resto.
El detestable está siempre entre nosotros, que a veces somos ese detestable. Se esconde en cada esquina, en cada bar. Es ese ser manipulativo y hostil disfrazado detrás de un antifaz de seducción, simpatía y amabilidad.
Sólo se vence a un detestable dejándolo pataleando solito en un rincón. Allí, en los rincones oscuros de las soledades adversas un detestable llora lágrimas tan ácidas que terminan por derretir sus pies y le impiden volver a caminar sin la ayuda de otro ser. Allí se deshilacha su sábana de fantasma y se ve condenado a permanecer inmóvil.
Ahora nadie puede venir a socorrerlo: sus coetáneos sólo desean que muera de hambre y sed.

viernes, 28 de mayo de 2010

¿Y ese quién es?

Hace unos meses, José tomó el diario y leyó: “Pocas personas en la historia argentina han concentrado, en tan corto lapso, los antitéticos atributos de héroe y traidor, como el virrey Santiago Antonio de Liniers y Bremond. Tanto fue de ese modo, que cuando llegó el momento de fusilarlo no había entre los entusiastas revolucionarios de 1810 alguien capaz de apretar de primera mano el gatillo del fusil contra su persona”.
Tomó un poco de aire, y continuó a viva voz leyéndole a su amigo “luego de estar en una fosa común, los restos de Santiago de Liniers fueron traídos a Paraná. Héroe para algunos, traidor para otros, el marino de origen francés imprimió su sello en la historia argentina. Por eso su ejecución dejó una extraña sensación que el paso del tiempo no disipó”.
Terminado el artículo periodístico, los amigos emprendieron camino al camposanto para constatar la veracidad de los dichos, y conocer en persona la tumba de tan histórico personaje, que yació por un tiempo en tierras entrerrianas y fue trasladado a Cádiz.

Envalentonados, ingresaron a la administración del cementerio municipal, donde los recibió un empleado con cara de importante a quien interrogaron:
-Disculpe, nos gustaría saber en qué lugar se encuentra el panteón de Liniers -inquirió José, mientras pensaba en la emoción de tomar algunas fotografías del panteón donde descansó quien fuera protagonista de la Revolución de 1810, y por el que los historiadores seguían preguntándose si se trataba de un héroe o un traidor.

El empleado se colocó los anteojos, y tomó una carpeta de archivos que estudió con ahínco y dedicación ante la sorpresa de los visitantes, por la buena organización del material y la hospitalaria disposición del administrativo para satisfacer su curiosidad.
Pasaron unos 20 minutos, y con el semblante iluminado por la satisfacción de la tarea cumplida, el encargado afirmó con tono sabiondo: “El finado no ingresó en la actual administración y no está en las carpetas, pero dense una vueltita mañana que prometo averiguarles sobre ese tal Liniers, que no figura en los archivos de este año”.
Sin emitir palabra, los amigos le devolvieron el saludo de manos y se marcharon, cámara en mano, sonriendo para adentro, dispuestos a vengar la memoria del ilustre luchador cuyo recordatorio no podía estar muy lejos de aquella oficina.

Leilén

A veces, cuando Leilén lloraba sus ojitos tiernos se volvían opacos, como si una nube de niebla le arrebatara la visión, el esplendor y el brillo. Su boca se fruncía, se le achicaba el corazón un poco más, se constreñía su pecho, le sonaban las tripas, las manos transpiraban y se retorcían los dedos de sus pies diminutos.

Leilén lloraba a moco suelto, con el alma abierta a cualquier angustia que anduviese dando vueltas, sin pensar en lo ajeno, en quién estaba enfrente, Leilén lloraba tan profundo que parecía ahogarse en esas penas que sólo ella podía detectar y que únicamente las lágrimas podían describir.

No había palabras para el dolor de Leilén, porque el abecedario se le salía por los ojos, rodaba por toda su carita redonda y caía por ahí haciéndose trizas en el suelo. Apretaba los dientes inmaculados y se dejaba ir por ese mar de llanto que se la llevaba lejos, en un mar de pañuelitos de papel.

En esos momentos, Leilén era puro sentimiento, hasta que se distraía con alguna musiquita, o el olor de algo que se quemaba para siempre en la cocina, o su perrito pidiéndole el paseo diario.

Entonces, Leilén se rescataba de su catarsis lacrimógena, respiraba profundo, pensaba en algunos motivos pero no demasiado, y seguía su rumbo hasta que un nuevo maremoto la sorprendía por ahí, en la escuela, en el trabajo o en la cola del supermercado.