domingo, 11 de julio de 2010

Vestido de novia

La noche anterior a su boda Violeta sentía un cansancio profundo, producto de los nervios y del inefable trajín que le había provocado todo aquel ajetreo de los preparativos, el envío de las invitaciones, la preparación de los menús, la selección de la lista de invitados, la confección de su atuendo, los zapatos, el pelo, el maquillaje, los pensamientos alocados, la ansiedad por lo que dirían las visitas, y cientos de vicisitudes que parecían dar vueltas por su “cabecita de novia”, como le gustaba decirle a su madre que estaba orgullosa de que la hija mayor contrajera nupcias con aquel muchacho tan guapo y honrado que la había frecuentado desde la escuela secundaria.
Violeta apoyó la cabeza en la almohada, pero la invadía una profunda duda respecto del amor de Manuel, que por esos días había comenzado a tratarla de un modo autoritario y distante. Aunque Violeta no prestó demasiada atención al asunto, y lo adjudicó a los nervios que seguramente estaría atravesando su contrayente, algo le decía que debía tener cautela pero prefirió obviar esta advertencia e intentar descansar un poco hasta que pasara la turbulencia. Esa noche, Violeta soñó un sueño que hoy sigue recordando, aunque ya hayan pasado más de 30 años. Sus jóvenes y blancos pies llegaban hasta el pórtico de una antigua casona y Violeta atravesaba corriendo el jardincito: no tenía demasiado tiempo, su boda era al día siguiente. Con ansiedad, Violeta golpeaba la puerta de madera, pero sin poder contener la curiosidad observaba por la mirilla desde donde podía divisar la magnífica galería que se erigía al interior de la vivienda, con helechos verdísimos que colgaban desde suntuosos maceteros, pájaros de todos colores volando de aquí para allá y una pequeña mesita donde supuso que los dueños del bellísimo hogar se sentaban por las tardes a tomar el té. Mientras Violeta observaba, embelesada, un hombre con barba gris y de aspecto sabio le abrió el portal de par en par. Violeta ingresó maravillada a esa reproducción del Edén que se desplegaba ante sus ojos sin prestar atención a la mujercilla que se había parado a su espalda. La costurera le tocó el hombro con el dedal como si intentara despertar a Violeta, que aún permanecía bajo los efluvios de aquel bello paraíso en donde un ruiseñor dorado se puso a cantar.
-Este es su vestido de novia, señorita: ya está terminado –le susurró la modista y le extendió un paquete marrón.
Violeta lo tomó entre sus manos diminutas, y sin esperar a retirarse del lugar rompió el envoltorio y desplegó el atuendo con la velocidad de un rayo. Sin embargo, un grito de espanto la arrancó de cuajo de su aturdimiento: lo que tenía en sus manos era un hábito de monja, negro de arriba abajo, con un cuello blanco de novicia y una túnica negra destinada a cubrirla de la cabeza a los pies.
Cubierta de sudor, Violeta se despertó de aquella horrenda pesadilla y siguió como si nada el camino que se había trazado, el viejo y la modista habían desaparecido y resolvió restar trascendencia al asunto. Ese día la muchacha dio el sí, con el corazón ilusionado y asustado, aunque la sonrisa de Manuel en el altar le devolvió un poco de aquellos antiguos momentos de tranquilidad y dicha a su lado.
Ahora, 30 años después, Violeta recuerda el sueño y comprende su significado profundo. Lo entiende mientras siente que se hunde cada día en una vida monástica en donde debe acogerse a una serie de reglas escritas por Manuel que en reiteradas ocasiones castiga sus conductas insurrectas con golpes de puño. Ahora Violeta viste un batón con flores, pero imagina que es aquel hábito horroroso de su sueño de joven soltera. Ella no es monja, pero si no escapa a tiempo deberá resignarse a su rutina de celibato, obediencia y aislamiento total de la vida social al que la rezagó Manuel, con previo aviso. Violeta sigue planeando su huida de esa vida sin risas de niños a la que la rezagó su marido. Esta noche, va a acostarse y sin dudas soñará con la salida de ese oscuro laberinto al que ingresó por no escuchar sus voces más profundas.

viernes, 9 de julio de 2010

El “detestable”


Erase un hombre detestable. Cuando todos querían subir, el detestable se empecinaba en bajar. Si un hombre amaba a una mujer, el detestable se encargaba de destilar todo su veneno contra el joven, y tenía un poder de convicción tan fuerte que lograba convencerlo de los defectos del objeto de sus deseos, de lo difícil de compartir una vida con alguien y de los riesgos de comprometerse emocionalmente con otro ser que no fuera él mismo. El detestable aumentaba su poder en la medida en que sus coetáneos estaban de acuerdo con él. El detestable no sabía si amaba a gente de su mismo sexo, del sexo opuesto o si sólo se quería a sí mismo. Era tal su ambigüedad que su persona parecía estar rodeada por un aura de extrañeza y oscuridad que sólo era percibida por almas con una intuición afinada.
El detestable se negaba a ser padre cuando su mujer más necesitaba de una palabra de compañía, para ayudarla atravesar ese difícil trance en donde el cuerpo y el alma piden engendrar una nueva vida, allí donde solo se siente vacío. Pero el detestable destilaba su ponzoña de animal rastrero y le infundía tantos temores, que la mujer terminaba por hacer el duelo de aquel hijo que aún antes de nacer, ya estaba muerto: asesinado por las palabras del detestable.
No obstante, el detestable sentía que sus poderes retrocedían amenazados ante los eflujos de algunas damicelas que ponían fin a sus arrebatos de eterna insatisfacción por los deseos de quienes se esmeraban en ser felices. El detestable era aquel capaz de arruinar los paseos más dulces al sol.
Era ese jefe sin vida propia que se retroalimentaba con los pequeños actos de independencia que intentaban ejercer sus empleados, y que él se empeñaba en mancillar, pisotear y escupir hasta que los trabajadores insurrectos daban un paso atrás o al costado de sus proyectos.
El detestable proyectaba su miedo por vivir en los actos de valentía de los demás. Para el destestable el sacrificio por un trabajo se llamaba esclavitud, y a veces se empeñaba en bastardear tanto los esfuerzos ajenos que olvidaba hacerse y armarse de un proyecto propio para dejar en paz al resto.
El detestable está siempre entre nosotros, que a veces somos ese detestable. Se esconde en cada esquina, en cada bar. Es ese ser manipulativo y hostil disfrazado detrás de un antifaz de seducción, simpatía y amabilidad.
Sólo se vence a un detestable dejándolo pataleando solito en un rincón. Allí, en los rincones oscuros de las soledades adversas un detestable llora lágrimas tan ácidas que terminan por derretir sus pies y le impiden volver a caminar sin la ayuda de otro ser. Allí se deshilacha su sábana de fantasma y se ve condenado a permanecer inmóvil.
Ahora nadie puede venir a socorrerlo: sus coetáneos sólo desean que muera de hambre y sed.